miércoles, 15 de agosto de 2012

Conferencia Realizada por el Doctor Sergio Rámirez Mercado durante el 1 foro de Periodista los días 14 y 15 de Agosto 2012


El futuro en que ya estamos

Lo que tendremos pronto en la mano será una tableta flexible en la que las noticias cambiarán frente a nuestros ojos, videos en lugar de fotos, y que apagaremos y doblaremos antes de meterla en el bolsillo. Las palabras ya no mancharán de tinta nuestras manos; simplemente volverán a la nada.
Sergio Ramírez | 14/8/2012
Según el experto australiano en medios de información Ross Dawson,  los periódicos impresos en papel  terminarán de extinguirse en Estados Unidos en el año 2017, en España en 2024, y en América Latina un poco más allá de 2040. Es decir, pasado mañana.
Ya tenemos pruebas evidentes de esta inminencia, pues hemos visto desaparecer a muchos grandes diarios, o pasar a publicarse solamente en ediciones electrónicas, como el Christian Science Monitor. Otros han entrado en crisis, como Le Monde y el New York Times, agobiados por las deudas, y han perdido miles de lectores que se han pasado a leer periódicos que nacieron ya en las pantallas, como el Huffington Post.  En Estados Unidos, el universo de Internet es cercano al 80%.
Que en América Latina los periódicos vayan a desaparecer por último, según estos augurios,  sólo demuestra quizás que a mayor grado de atraso, mayores expectativas de vida para los medios impresos, aunque precarias de todas maneras, ya que en los países más pobres el acceso a las pantallas es menor, y por tanto mucho menos numeroso el acceso a la lectura electrónica.
En Nicaragua, según datos de Internet World Stats, al 31 de diciembre de 2011 había 663.500 usuarios de Internet, equivalente a apenas el 11.7% de la población; y, un dato curioso y significativo, éste es el mismo porcentaje de los usuarios de Facebook en el país. La coincidencia nos abre la pregunta de los usos reales del Internet: participar de las redes sociales es distinto de informarse, o de cultivarse, o instruirse. En Costa Rica, la cifra de usuarios de Internet alcanza el 47%,  casi la mitad de la población, y la de los de Facebook, el 35.8%.
Hay, de todas maneras, un cambio radical en las maneras de informarse y leer opiniones, y opinar sobre las opiniones, que alcanza a países pobres y ricos. Los blogspots arrastran más lectores que muchos periódicos de los que se venden en los quioscos y los voceadores anuncian por la calle, como el de la bloguera cubana Yoani Sánchez, Generación Y, con 14 millones de accesos al mes, lo que demuestra que la difusión de la información, y de la opinión, ha entrado por cauces insospechados, creando de manera cada vez más extensa una saludable democracia de las palabras, que los estados autoritarios difícilmente pueden contener, aunque también exista la censura cibernética como bien se ha probado en China, en Irán o en Myanmar, la antigua Birmania, pues los MSN de los teléfonos celulares, que son parte del nuevo mundo cibernético, han probados ser eficaces instrumentos de comunicación instantánea para organizar protestas ciudadanas, y hasta rebeliones.
Hoy estamos viviendo el futuro que quienes nacimos a mitad del siglo veinte un día imaginamos, o ni siquiera llegamos a imaginar. Como no nos es suficiente ya el concepto de modernidad, hemos creado otro que pronto tampoco será suficiente, la postmodernidad. Les pasó a los historiadores del siglo diecinueve cuando clasificaron las edades de la historia, y como no les fue suficiente con la edad moderna, crearon la edad contemporánea. Pero hoy, el futuro en que ya estamos se nos escapa de las manos como un puñado de arena, y se convierte rápidamente en pasado. Y la modernidad no es más que la nostalgia por los instrumentos perdidos, la emoción ante la imagen de lo que fue, mientras el tiempo marca a zancadas sus distancias.
Las palabras siempre han tenido que ver con sus instrumentos de expresión. Cuando en términos de comunicación, y de periodismo, pensamos en lo postmoderno, no podemos dejar de pensar en la cibernética. Pero antes de lo moderno, y lo postmoderno, existió el modernismo, y existieron los modernistas, que fueron periodistas además de poetas. Esas formidables crónicas de finales del siglo diecinueve y comienzos del siglo veinte, escritas por la pléyade de modernistas, Darío, Nervo, Vargas Vila, Gómez Carrillo, eran extensas, ocho a diez folios. El periodismo en su mejor momento.
Imagino esos pliegos de letra apretada que abultaban los sobres y que viajaban por correo marítimo desde las capitales europeas hacia México, Bogotá, Buenos Aires, relatos de pulso reposado, hijos de la mano impaciente y no de ningún tecleo, crónicas que no perdieron nunca su naturaleza literaria, que arrancaban en la primera página, y cuando pasaban a componer un libro se sostenían con la fuerza y la armonía que les daba, precisamente, su naturaleza literaria. Es decir, gracias a la calidad del lenguaje podían sobrevivir a la hecatombe del diario que envejece y muere al día siguiente.
Pero al mismo tiempo estaban los despachos por telégrafo que iban a través del cable submarino, la más formidable invención transformadora de las comunicaciones en los albores de la era radioeléctrica. Los textos de los despachos por cable, escritos por las mismas manos de la prosa modernista, porque debían atenerse a la brevedad, dominan en ellos los párrafos cortos separados por puntos, lejos de las largas tiradas elípticas y floridas que heredamos de los cronistas y escribanos coloniales. La mano sigue escribiéndolos, pero el instrumento que los transmite impone la brevedad, y la celeridad. No pierden su calidad literaria, sino que cambia la naturaleza de la calidad literaria. Advertimos en esa prosa el pespunteo nervioso que impone el telégrafo, ecos de la clave Morse de puntos y rayas que dejan patente la velocidad y el nerviosismo de la modernidad que entonces multiplicaba sus instrumentos. Hemingway, corresponsal de guerra en la I Guerra Mundial, también heredó así su estilo telegráfico. El telégrafo y el cable, y los trenes, las rotativas, la linotipia, la fotografía alumbrada con el magnesio, la placa para imprimirla. El neón y la electricidad, lo deslumbrante y veloz.
La postmodernidad, tal como hoy la conocemos, tiene sus propios instrumentos de escritura, y está creando también un estilo que desborda el territorio de los escritores en singular, para introducir en el lenguaje corrientes capaces de alterar la prosa y todo su tinglado de sintaxis, prosodia y ortografía. Nunca tantos millones escribieron al mismo tiempo, ni se escribieron unos a otros al mismo tiempo. Y esa multitud de manos que teclean desde todos los rincones multiplican los neologismos, las abreviaturas, las expresiones crípticas, las trasposiciones de uno a otro idioma, toda una parafernalia que llena de asombro y desconfianza a quienes se asoman a ese abismo alucinante, sin advertir que allí bulle la espesa sustancia de un nuevo lodo primigenio del lenguaje, creado por los adolescentes.
El recuerdo de mis primeros instrumentos de escritura me parece una prueba excesiva de antigüedad cuando a través de la pantalla me asomo al universo infinito de la red en la que reboto saltando de un siglo a otro siglo. Hace décadas dejé de escribir a mano. Cuando lo hago, si mantengo el pulso, puedo recuperar los trazos de la letra Palmer de mi infancia, pero se trata de un ejercicio que se agota en la impaciencia, y muy pronto me desbarranco en un apretujamiento de equivocaciones que sólo me demuestra el sarro de mis dedos. Me ganó para siempre la máquina. Y por primera vez frente el resplandor verde de las viejas pantallas catódicas de las computadoras a comienzo de los años ochenta, me consolé sabiendo que tenía bajo mis dedos el mismo teclado de las aburridas tardes de la escuela donde debí aprender la mecanografía que desprecié para quedarme escribiendo a dos dedos, con lo que el paso hacia la postmodernidad me tendió un puente conocido.
La pluma, la tecla, la letra con sustancia real que a cada trazo y a cada golpe dejaba su huella indeleble en el papel. En la pantalla, en cambio, tengo frente a mí lo que no existe, porque la escritura se vuelve una estremecedora expresión ilusoria, y al final de cada jornada, cuando apago la computadora, todo lo que he escrito regresa a la nada, y todo, lenguaje, escritura, se vuelve un asunto de ansiedad filosófica ante lo precario. Grafito, estilete, tinta, metal, fueron una vez instrumentos concretos para producir palabras concretas que se podían tocar, borrar, tachar, trastocar, mientras hoy todo no es más que una quimera.
La obsesión con la materia se vuelve recurrente, como si pudiera asomarme a través de la frontera de dos siglos para reconocer el viejo inventario de mis instrumentos, y las manías y fijaciones con que me marcaron. Cuando escribo un libro, puedo corregir muchas veces en la pantalla, avanzar de uno a otro borrador, pero siempre sé que mi verdadero encuentro con las palabras escritas sólo estará en el papel, y que la única corrección verdadera será la que haga lápiz en mano sobre las páginas impresas, un haz de afilados lápices que vienen a ser mis instrumentos de la verdad. Una verdad con filo, sobre la tersura material del papel que se deja rasgar por el lápiz.
Escribir, pero también leer. Hay nuevas formas de leer que han entrado en nuestras vidas, y quienes nacimos y crecimos en la civilización de papel, nos debatimos entre el asombro y la nostalgia. Cuánto no se habrán asombrado los monjes medioevales que copiaban a mano los libros en los conventos, cuando oyeron gritar la noticia de que alguien había inventado los tipos móviles y que los libros saldrían impresos de una máquina que los dejaría a ellos en su encierro, sentados en sus pupitres, relegados al olvido. Y pese a mí mismo, yo vivo ya en un nuevo mundo, que es un mundo doble, porque leo en papel, y leo en la pantalla.
He pensado más de una vez en esta escena: el último periódico impreso se ha dejado de publicar en alguna parte del mundo hace ya tiempos. El viejo papel ha desaparecido, su tersa textura, el ruido familiar que produce cuando pasamos las páginas, lo mismo que el olor de la tinta. La imagen de un ejemplar descuaderno que arrastra el viento por una calle solitaria. La página del periódico de ayer en que el carnicero envuelve el pedazo de hígado que Leopoldo Bloom, el héroe de la novela Ulises de Joyce, compra para desayunar.
Si ya no leeremos más los periódicos de papel, debemos entonces advertir que se trata también de un cambio en los conceptos filosóficos que tiene que ver con la materia misma, que se gasta, envejece y desaparece, o se recicla,  y con el sentido que tiene la palabra copia, nuestra copia del diario. Lo que tendremos pronto en la mano será una tableta flexible en la que las noticias cambiarán frente a nuestros ojos, videos en lugar de fotos, y que apagaremos y doblaremos antes de meterla en el bolsillo. Las palabras ya no mancharán de tinta nuestras manos; simplemente volverán a la nada.
A lo largo de mi vida he podido atestiguar cambios centelleantes y diversos, muchos de ellos simultáneos, creados por la aceleración de la tecnología. De niño conocí en mi pueblo natal de Masatepe el telégrafo en clave Morse, el teléfono de magneto con manivela y el radio de tubos con antena aérea, y cuando llegué a León para estudiar derecho, allí los periódicos locales se componían todavía con tipos móviles escogidos a gran velocidad por las cajistas en los chibaletes, y se imprimían en prensas manuales de rueda con manubrio, como esas de los grabados de las novelas de Balzac.
Pareciera que estamos hablando de la antigüedad, pero eso fue ayer mismo. Al fin y al cabo, todos somos hoy del siglo pasado. Y en las décadas siguientes he ido pasando de la máquina de escribir eléctrica a la computadora, de la humilde  Kodak Instamatic a la cámara digital, del avión de hélice al avión a reacción, de las cartas aéreas a los mensajes por correo electrónico. ¿Por qué habría de extrañarme entonces que en unos pocos años más los periódicos sean de cuarzo flexible, o de una materia parecida, y las noticias cambien frente a nuestros ojos?
De las máquinas de escribir que traqueteaban como animales cansados en la incómoda soledad de la escuela de mecanografía, y que no escondían sus entrañas, a las pudorosas Underwood compactas que no dejaban ver sus tripas y sonaban con menos escándalo pero siempre dejaban oír la campanilla que advertía la llegada al final de cada línea para devolver el carro, ya atemperada la fiebre de teclear sin pausas para escribir de una sentada la obra maestra, y entonces entrar en la manía de la página perfecta sin equivocaciones digitales ni tachaduras ni borrones ni raspaduras, siempre la hoja inmaculada mientras el canasto iba llenándose de papeles arrugados, cada hoja nueva, además, calzada por detrás con otra para la copia, en medio el pliego de papel carbón.
Y de las máquinas compactas de escritorio a las poderosas máquinas eléctricas que asombraban por su silencioso sedoso, tan atrevidas luego como para sustituir el teclado de peine por esferas giratorias inscritas con todas las letras del alfabeto, y siempre las máquinas portátiles de peso leve que podían llevarse colgadas de la manigueta del estuche, así la Olympia modelo Monica que acompañó mis años de Berlín en los años setenta. Máquinas todas ellas que forzaron a alteraciones de la ortografía que aún perviven, porque no traían sino los cierres de los signos de admiración y de interrogación, y así se escribieron no pocas de las obras maestras de la literatura latinoamericana.
Les digo todo esto, porque la revolución tecnológica que hoy aparece apenas en su infancia, asombrará dentro de pocos lustros por lo primitivo de sus instrumentos, como nos ocurre hoy con las películas mudas en las que es posible advertir cómo se mueven los telones de los escenarios ante un soplo de aire,  o con las venerables máquinas de teletipo que traqueteaban día y noche en las redacciones de los periódicos dejando serpentear en el suelo las tiras con los despachos cablegráficos.
Teletipo es ya una palabra desaparecida. Cuarto oscuro es otra que desaparecerá también. A un redactor recién salido de la escuela de periodismo habría que empezar a explicarle la palabra linotipo, sino es que se la enseñaron en la materia de historia del periodismo; aún a mí me resulta hoy difícil de creer que en un tiempo fue necesario componer un texto en un armatoste con teclado, manejado por un operario, en el que una barra de plomo al rojo vivo iba derramándose en moldes que formaban lingotes línea por línea.
Sala de armado, se dirá en alguna parte todavía, cuando no hay ya ninguna plana que armar a golpe de martillo. Galerada, fotograbado, cliché, van también al olvido, un catálogo de museo. Cliché. Sepan quienes manejan un infinito archivo de fotografías de alta resolución en sus computadoras de la sala de redacción, que hasta hace muy poco era necesario grabar la foto en una lámina de zinc mordida por el ácido, y luego montarla en un taco de madera, para poder imprimirla en una plana.
Se trata de las piezas de un museo inundado por las aguas del olvido y que ahora navegaban rumbo a lo desconocido, como tras una crecida que arrastra lo que un día fue útil. Pero frente a esta perspectiva, lo más inquietante no es la materia de que estarán hecha los periódicos, ni la forma en que las noticias llegarán a nosotros, sino cómo estará definido en términos éticos y de sustancia el universo de la información, desde luego que cualquiera que sea el mundo en que vivamos, siempre dependeremos de la necesidad de saber lo que ocurre. Nadie ha previsto por el momento un mundo de seres solitarios, que no tengan que comunicarse entre sí.
McLuhan, en su ya clásica frase, preveía una sola aldea global. Hoy deberíamos hablar más bien de una red de aldeas interconectadas de manera instantánea, y simultánea, por los satélites que proveen todas las formas posibles de comunicación, para informarse, recrearse y divertirse, comprar y vender, realizar transacciones financieras, pagar las cuentas domésticas, leer novelas, escuchar música, ver cine, apostar en la bolsa de valores o en las carreras de perros, jugar juegos de destrucción masiva. 
Hoy en día los acontecimientos entran en los hogares al mismo tiempo en que se producen, a través de las cadenas de televisión y de los portales de Internet, de las tabletas y de los teléfonos celulares, y es posible, como nunca antes, conocer la misma noticia en todas partes del globo al mismo tiempo, para gentes de la misma o distintas culturas. Esto supondría una democratización global de las posibilidades de informarse; pero semejante democratización se convierte en un espejismo repetido si nos atenemos a los contenidos reales de las informaciones, cuya sustancia tiende a deteriorarse.
Por otro lado, un acontecimiento en Karachi se conoce en Managua de manera mucho más veloz que otro producido en Bluefields, en la costa del Caribe, por ejemplo, donde no existe la posibilidad de enlazar una señal digital con los satélites. Este dato nos mostraría que la velocidad y la simultaneidad tienen en muchas ocasiones poco que ver con los escenarios nacionales de los países más pobres, que siguen siendo escenarios fragmentados como consecuencia del atraso.
Atraso y pasado vienen a ser dos conceptos en estrecha unión. En la medida que la tecnología en las comunicaciones está de por medio, el concepto de pasado se evapora, y al mismo tiempo se acelera. Algo que es conocido de manera simultánea al momento de producirse, deja atrás el sentido tradicional de “hecho pasado”. Durante la época colonial, las noticias de que un rey había muerto en España, o había enloquecido, llegaban a América cuando todavía se celebraban las fiestas de su coronación. Ése es el sentido de pasado que hoy no existe.
Pero al mismo tiempo, precisamente por la simultaneidad entre hecho y noticia, gracias a la velocidad, los hechos, y al mismo tiempo las noticias, tienden a envejecer rápidamente, en la medida en que otros acontecimientos nuevos, vienen a archivarlos, alejándolos de la actualidad, que es el presente. Y el presente se convierte en una materia precaria, y provisional, que deja muy poco espacio para la reflexión histórica, o filosófica. La provisionalidad viene a significar la superficialidad. La información es más volátil que nunca, y no está diseñada para quedarse en las mentes, sino para desaparecer, y ser olvidada.
Todo esto tiene mucho que ver con la memoria de la historia. Los sucesos que son  vistos como superproducciones se olvidan de la misma manera que una película espectacular que no es capaz de afectar la historia, y por tanto, tampoco mi propia historia, ni la de mi entorno personal. De alguna manera, la información pasa a tener una sustancia ficticia, porque ocurre en un espacio que aunque real, no es tangible.
El reto para el periodismo creativo y analítico se vuelve, y  debe saber abrirse paso hacia la masa seducida por la información prefabricada, “el fast food” informativo. Será necesario pelear el espacio de los reportajes, las crónicas y las entrevistas que sean capaces de desafiar el gris de las reglas de “economía intelectual” y “lenguaje limitado”. Uno de los principios que rige el fenómeno de la globalización informativa es aquel mismo que animó al liberalismo económico a inicios del siglo diecinueve, y que sirvió para crear una filosofía social: “cada individuo debe cuidar su parte, porque el todo se cuida solo”.
El Internet y la televisión bajan de los satélites y entran en los hogares sin intermediaciones nacionales, lo que significa una revisión de los viejos conceptos de soberanía cultural, y aún política. En la prensa local escrita, abundan también ahora los cuadernillos que reproducen las ediciones del New York Times o del Wall Street Journal, para consumo doméstico, traducidos al español, con lo que se trata también de un periodismo enlatado.
No quiero oponer a estos raseros un concepto de aislamiento provinciano, que es de por sí, y por contraparte, empobrecedor en términos culturales. Pero lo que tenemos de frente no es un fenómeno de multiplicación y enriquecimiento basado en la universalidad de la cultura. Es el resultado de una política de marketing que parte de la filosofía de la ganancia, subordina la cultura, y elimina cualquier aspiración de diversidad. Una nueva especie de revolución cultural a la China, donde la política de estado era la uniformidad gris en la forma de vestir de todos los ciudadanos. Ahora es el mercado global el que quiere que comamos exactamente lo mismo, nos vistamos de igual manera, nos divirtamos de acuerdo al mismo patrón, y nos informemos de acuerdo a un patrón único, sin matices.
A pesar de la contribución que los periodistas críticos hacen para desnudar las anormalidades de la realidad en nuestros países, exponer los vicios y abusos de poder, y los extremos de las crisis sociales, es evidente la reducción de la influencia de la prensa escrita. Los periódicos en Centroamérica tienen ahora menos tiraje que antes, y deben competir en cuanto a formato con la televisión y los portales de Internet, de allí que las notas informativas son cada vez más breves, y el espacio que se dedica a los acontecimientos ocurridos fuera de las fronteras nacionales, es precario, lo que hace a esos periódicos cada vez más provincianos, aunque logren colocarse en el mercado de las ediciones electrónicas.
Por lo menos diez periódicos se han cerrado en Centroamérica en los últimos años, y las desventajas son aún mucho mayores para las revistas. Muchas de ellas cierran también, ante la imposibilidad de poder sostenerse en el mercado ofreciendo solamente información analítica, porque no resulta rentable servir nada más a las minorías ilustradas.
En esta parte del mundo en que nos toca vivir, nosotros tenemos, además de los retos globales, nuestros propios retos en el campo informativo. El primero de ellos, buscar como afirmar un periodismo creativo y analítico, sustento esencial de la democracia, que debe abrirse paso hacia la masa seducida por la información prefabricada, para pelear el espacio de los reportajes, las crónicas y las entrevistas que puedan ayudar a desentrañar las anormalidades sociales y políticas de nuestros países.
La historia pública, lo que yo llamo la Historia con mayúscula, se vuelve singular entre nosotros por su anormalidad, y teñida de esa anormalidad entra por naturaleza en las aguas del periodismo, a como entra también en las de la narración literaria. Paradójicamente, la Historia pública es atractiva para quienes la narran por anormal, y por sorpresiva y sorprendente, lo que significa que no existe un reposo equilibrado de las instituciones, ni el dominio superior de las leyes, ni el funcionamiento neutral de la justicia, y que nuestras sociedades siguen siendo perseguidas por los fantasmas sin quietud del caudillismo autoritario que desafía desde su tumba abierta a la democracia.
Si la Historia pública nos asalta con dramatismo desde las páginas de las novelas, y de los periódicos, es porque la sociedad se sitúa en determinados momentos frente a cambios violentos capaces de arrastrar a las personas, quiéranlo éstas o no, y lo mismo puede decirse de terremotos, pestes, hambrunas, capaces de dislocar también las vidas privadas.
No es difícil advertir cuáles son ya los temas inevitables del periodismo hoy en día, cuando tenemos encima no sólo el poder político, sino también otros poderes de facto, y hasta clandestinos, que modifican las vidas de la gente común:
El narcotráfico, capaz de alterar la convivencia social, enfrentar, corromper, y por tanto, alterar las vidas privadas; y el poder disolvente de las guerras del narcotráfico, capaces de marginar al estado y crear feudos territoriales dominados por fuerzas antagónicas. Es un poder trasnacional, que ha llevado el crimen organizado a la peor y más completa de sus expresiones; un poder totalizador, que engloba el tráfico mismo de drogas, las ejecuciones y los asesinatos más atroces, como la decapitación, la extorsión, el secuestro individual ye l secuestro masivo, aún el de los inmigrantes más pobres, el lavado de dinero a gran escala, la compra de funcionarios, jueces, fiscales y policías, y que gracias al poder infinito del dinero convierte en potentados a quienes nunca soñaron con ser dueños de fortunas novelescas.
A la par, la corrupción en las esferas públicas, como factor de alteración de la moral social, la ineficacia de la justicia para enfrentar a los corruptos, y la impunidad que frustra a los ciudadanos, que de la frustración pasan al cinismo, y el daño que la desmoralización frente a los fraudes causa a todo el tejido social.
Las consecuencias sociales del deterioro ambiental y la contaminación, vistos también como catástrofes, el envenenamiento de los ríos, la deforestación masiva, el uso de pesticidas prohibidos que causan enfermedades incurables.
La pobreza extrema, que al abrir nuevos abismos de miseria, abre a la vez  nuevas zonas de conflicto social, y crea degradaciones que parecían imposibles, nuevos pobres más pobres que los otros pobres.
Y al lado, las migraciones masivas clandestinas hacia Estados Unidos, como fenómeno social, no sólo desde México, sino desde muchos países de Sudamérica, y de Centroamérica.
No son todos los temas, por supuesto, pero no podemos escapa a ellos, porque como fenómenos públicos, de trascendencia social, afectarán las vidas privadas. Y el relato de las vidas privadas seguirá ligado a la Historia pública, no solamente como en el pasado, golpes de estado, asonadas, levantamientos, guerrillas, dictaduras militares, enclaves bananeros y mineros, masacres de indígenas, desapariciones masivas, secuestro de recién nacidos arrancados del vientre de sus madres, sino de acuerdo a la nueva anormalidad de los tiempos.
Desgraciadamente, las transiciones democráticas en paz, los gobiernos honestos, los estados de bienestar ciudadano, el pleno empleo, no producen grandes reportajes, así como tampoco los matrimonios bien avenidos, los amores satisfechos, y el desprendimiento y la bondad, producen grandes novelas. La narración, en uno y en otro campo, se alimenta del conflicto. Y debajo de la Historia pública siempre estarán el amor, la locura, la muerte, el deseo, la ambición, la pasión,  los celos, la disputa por la riqueza, que nutren a la condición humana. La condición humana que es la que crea el poder, y por tanto, crea la Historia pública.
Al fin y al cabo, en las novelas y en los periódicos escribimos sobre los seres humanos, y sobre su condición en la sociedad. Y cuando lo hacemos, como novelistas o como periodistas, no debemos perder de vista que detrás de nosotros, o delante de nosotros, debemos alimentar siempre un sedimento ético que de sentido a nuestro oficio, que lo haga trascender. Ese sedimento ético se parece muchas veces a la esperanza. La esperanza de que las cosas no pueden seguir siendo como actualmente son, y que al describir los males que nos agobian, y penetrar en ellos, es porque queremos que desaparezcan.
De las ambiciones por una sociedad perfecta de reglas morales estrictas y pensamiento uniforme han surgido grandes catástrofes. Esas ambiciones han sido muchas veces pervertidas por la intolerancia. Pero la utopía será siempre necesaria en la sustancia de la escritura. La esperanza en una sociedad más justa.
Y una sociedad, por supuesto, con periódicos y con libros, que nunca deberían llegar a desaparecer. Periódicos de tersa textura impresos en el viejo papel que nos deparan los bosques silenciosos, libros que podamos abrir y oler con esa sensualidad que sólo ellos nos regalan. Periódicos que produzcan entre nuestros dedos el mismo ruido familiar cuando pasamos sus páginas.
En este sentido, me gustaría seguir siendo, como manda Rubén en Cantos de Vida y Esperanza, “muy antiguo y muy moderno; audazcosmopolita…” Y es lo que yo les invito a ustedes a ser, antiguos porque saben leer en el pasado, modernos porque no se dejan vencer por el pasado. Y siempre audaces, sin hacer concesiones, sin perder el espíritu de libertad que es el único que hace posible el periodismo.

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